Estoy segura de que la mayoría de vosotros, si cerráis los ojos, podéis veros de pequeños en una cocina, junto a vuestra madre o vuestra abuela, viéndola hacer la magia de convertir unos cuantos ingredientes en unos dulces caseros deliciosos. Incluso podréis olerlos… ¿A que se te ha escapado una sonrisa en este momento?
En mi caso, esa magia la hacía mi tía abuela, que tenía en sus manos el don de cocinar las cosas más ricas que nunca he probado.
– ¡Niña! ¿Hacemos unos pestiños y unos rosquitos?
Para mí, meterme con ella en la cocina, era más que ser su pinche, era un momento de comunión absoluta. Nunca me he sentido tan unida a ella como en aquellas tardes.
Aquello era toda una liturgia: Sacar los delantales, el lebrillo que siempre utilizaba para mezclar los ingredientes, el azúcar, la harina, la leche, la canela, el aceite de oliva, la matalahúva, los limones… Verla mezclar los ingredientes siempre en el mismo orden y con la misma “técnica”. Que me enseñara a levantar claras de huevo a punto de nieve a mano, con un simple tenedor… Todo como siempre lo había hecho desde que era niña, como se lo habían enseñado su madre, su abuela, sus tías… Envolverme en los aromas que salían del horno; chupar los restos de masa cruda, con ese gusto a raspaduras de limón…

Esos sabores y esos aromas de mi infancia están grabados a fuego en mi memoria. Son los sabores y aromas de la repostería tradicional y casera, que hoy intentamos mantener en mi familia, ya con mis hijos pequeños, para que ellos también vayan forjando esos recuerdos imborrables.
En nuestra tierra, esa repostería tradicional, la mantienen como nadie las religiosas de numerosos conventos. Ellas, durante siglos, han velado por la calidad de sus ingredientes; y han conservado las recetas y el saber hacer que se va transmitiendo de las mayores a las más jóvenes, a lo largo del tiempo. De este modo, ellas consiguen que sus dulces sean ese reducto de nuestro pasado que nos conecta a todos, generación tras generación.
Inma R.
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